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miércoles, 7 de noviembre de 2007

Mis más queridos baches

Posee la Plaza del Siete de Agosto unas lagunas, que ni las de Neila, oiga, que hay quien hasta supone la existencia de un propio monstruo.
Limitan al este justo con la glorieta de la propia plaza, recién remodelada, y se extienden hacia el oeste para alcanzar, con una suerte de meandro, la misma línea que delimita los aparcamientos regulados.
Al norte se inicia con un socavón repentino, que lo siente el conductor de sopetón, de esos mismos que te hacen gritar “¡hostias, la jodí!”, y, al sur, finaliza con un escalón frontal, propio de estos nuevos pasos de cebra elevados, que el conductor no celebra, porque, por muy lento que entres a los mismos, siempre golpea el faldón frontal del coche, y se va a agrietando. Sin poder evitarlo, nos hallamos en el interior del segundo bache, que es igualito que el primero descrito.
En su mismo centro, cada uno de los dos baches, adquiere un tobillo de profundidad, lo que se hunde el pie del desangelado viandante que despistado de la realidad que le circunda, se fía de que cada cosa de la Villa se encuentra bien y en su lugar.
Últimamente, los sábados, aprovechando la remodelación de la Plaza, y tras tomar el rutinario pero conveniente café, me asiento en los férreos bancos rotundos, y nuevos, y observo a los automovilistas, quejosos, y a los viandantes, despotricar.
Los primeros, tras sentir el primer golpe en la suspensión de sus coches, bajan la ventanilla y componen un rostro desencajado y rojo de cólera; cuando, sin recuperarse del primero, descubren la existencia del segundo bache, farfullan unas interjecciones sin contenido aparente pero en las que, finalmente, acabo distinguiendo desde mi asiento, un irreproducible recordatorio a los familiares de los miembros de la corporación, y a éstos, reprochando su dejadez.
Los segundos, tras descubrir en su inocencia en dónde se les ha hundido el zapato recién comprado o sentir empapado el calcetín y los bajos del pantalón chorreantes, vienen a recaer en los mismos improperios ininteligibles, pero que acaban por concretarse en los familiares de los miembros de la corporación municipal y en los mismísimos munícipes.
Los baches descritos llevan ya ahí la friolera de seis o siete años, ¡y qué familiares resultan para todos!, que forman parte ya del paisaje habitual de la Villa.
Tanto moldean el paisaje habitual y tanto se cuelan en nuestras vidas y en los improperios de mayor raigambre que he decidido ponerles nombre. Al primero le he bautizado como “Jullror” y al segundo “Brioncador”.
Diario de Burgos. Julio 2007

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