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lunes, 9 de noviembre de 2009

Ni Cortés ni Pizarro

Joder en la piel del toro se jode poco. Joder como placer, no por placer. Por placer, joder por joder, estúpidamente, se jode bien, y hasta se procede de manera excelente. Al prójimo más próximo y al más alejado, se conozca a éste o sólo se le reconozca del bar. Si se le ve marchar bien jodido, ríase la gente, bien que bien, que siempre se jode por envidia, que es el verdadero placer de este joder, placer de estúpidos.

Joder proviene del yaddish, yodeh, donde no es grosería sino eufemismo. Yodeh significa “él conoce” (a quién sea) y vale por mantener relaciones sexuales. En la Vulgata de San Jerónimo se utiliza joder con un claro matiz antisemita (como siempre en la piel del toro) Prefiero, por semita quizá, copular o fornicar a utilizar joder o efectuarlo, que lo primero implica intervenir en un acto culto mientras lo segundo es tan, tan vulgar, que sólo se verifica. Incluso porque casi se pregunta si eres judío, como otra estrella amarilla.

Joder o copular en España es acto inexistente, que no se ven sus resultados. Valga como ilustración que mientras en el siglo XIV los países europeos duplicaban y hasta triplicaban su población, aquí no; y hablamos de un ambiente de especial jodienda, que era una época corrientemente afrodisiaca, llena de pimienta. Así que una de dos de estas explicaciones: o la pimienta en España siempre quedó reservada y queda al alcance de unos pocos (los de apellido de recio abolengo, a los que nos da morbo ascender al poder y a los que reverenciamos), que llenaron de hijos las inclusas, o como intuyó Nietzsche en España de utilizar siempre la marcha atrás se ha acabado por pensar hacia atrás.

O ambas a un tiempo, que lo Cortés no quita lo Pizarro.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El cantar en España

En España sólo se canta, cuando coincide gente muy mamada.

Las canciones nunca se cantan porque permanecen en silencio hasta que todos los reunidos ante la mesa han alcanzado prestos el suficiente grado etílico des – inhibitorio, lo que les permite poner en marcha sus cuerdas vocales y bucales y su memoria “doremifasílastica”. Sólo entonces, por supuesto, a la mesa, y cuando se han consumido 235 botellas de tinto ribera, 164 de blanco albariño, y todo y el mucho champán de verdad más el güisqui del mundo, afloran a los labios de la gente reunida las primeras sílabas de las grandes canciones compartidas con el resto del mundo.

“Los borrachos en el cementerio…”

Si cantas antes de beber en exceso y sin limitación, pasas por loco, un orate más que sólo sabe de vates barrantes. Me ha ocurrido en múltiples ocasiones, cantar una canción así sin más, de buenas a primeras, por ejemplo, txori txoria, y me han tildado con la suerte de que loco este loco que canta solo.

Cantar los demás tras el beber sin fin y la agria borrachera, y se les agrada el oído con aquel dicho de dichosos “él que canta su mal espanta”.

El cantar en España es una cantar de borrachos (de poca gesta y mucho “nos gosta o vinho”) y, sin duda, son cantares compuestos por borrachos, cantos que se expulsan con nausea etílica de sus cuerpos como odres bacantes y vacantes.

En España sólo se “canta” ante un vaso de vino en la bodega más cercana o durante la cena. Ahí los amigos, dichosos amigos, se sacrifican uno a uno por servirte un vaso más, aquel que te ponga contento y te “suelte” la lengua: diarrea “vucal”. Es la única canción que a todo el mundo encanta.

Y yo no bebo, gracias a Dios, canto sobrio…

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Juan Carlos Estebanez, literatura y vida

Canta mi buen amigo y poeta Fermín Heredero, que “hay días que la luna se pone de costado”. Seguramente, al día siguiente, en la mañana o en la tarde, esa misma luna se clava en el corazón o en el ánima a traición, desde la tipografía de un titular de prensa. La prensa, a veces, ¡si no la leyésemos!

Siempre la leemos, y más, por hacer tiempo mientras aguardamos a que comparezca el médico de guardia para atender una dislocación de la muñeca en nuestro hijo. Aguardo en el bar, uno cualquiera, ese mismo que hace esquina cercano al hospital, tomando el café. Abro el diario del día, paso la hoja y a otra hoja, bebo sorbo a sorbo el café, y aparece en la página impar del mentado diario la fotografía de Juan Carlos Estébanez y pienso que alguna nueva obra se amasó de sus manos…pero la vista se va al lado derecho de la página impar y a la palabra “fallece” y lo acompañaba un número que favorecía la indignación, cuarenta y siete. No daba crédito a la lectura que realizaba mi vista. No lo creía. ¿Juan Carlos Estébanez fallecía a los cuarenta y siete años de edad? ¿Estébanez Gil, el investigador burgalés, el técnico del Instituto Municipal de Cultura, trabajador infatigable, escritor preclaro y exhaustivo, al que los escritores burgaleses deben el auge que les va irguiendo y colocando sobre el mapa? Vuelvo a convencerme de que es imposible que se trate de él, imposible, que hace nada se hallaba en su puesto de cultura, en su puesto de investigador, sazonando Burgos con los últimos versos, con las últimas narrativas, con las últimas investigaciones de los otros y de él mismo. Un cruel topetazo de la taimada suerte perpetrado en este titular que deja a quien lo lee descolocado de esquina y doloso de alma. Me observo y me siento huérfano, frágil, con una inmensa oquedad cubriendo el cuerpo y el alma como póstula, desvalido. ¡No quiero creerlo!

Reinicio el sistema de mi ánima, reinicio el escrito.

A veces doblas una esquina para tomar un café y matar el tiempo repasando pausado e indiferente los titulares del día, cuando lo que se dobla sin dobleces es tu ánima aristotélica no más lees “Juan Carlos Estébanez…fallece…cuarenta y siete años…” Impotente, inservible, marco el número correcto a pesar de los temblores de un amigo común y se mitigue así el pasmo mortuorio que me cubre cruel. Cuando leo luctuoso el titular este amigo común cubre el sí que lo constata con una pátina de lágrima grimosa y larga que atempere el golpe. No lo intentes, imposible. El golpe inmisericorde y monstruoso, neroniano, se ha incrustado como fiera o caníbal, sayón, en nuestro corazón y sentir la crudeza de allegarte a un prójimo próximo, y toda su grandeza. No lo desincrusta ni palabra pía o cerba, solo la negación imposible de lo ineluctable.

Juan Carlos Estébanez Gil, del cual otros ya han glosado su figura de crítico escritor, de profeso profesor ex - profeso, de investigador confeso, su devoción servicial por la cultura y su ilustración civilizada, lo recuerdo, lo recuerden otros al tiempo, que debemos, que deben, como el escritor que se empeñó en que otros escritores burgaleses, en que la literatura burgalesa, fuese consistente y se pudiera hablar de ella y se la señalase con el dedo a su paso cortés, a su peso de progreso. Desde la atalaya de su despacho se empachó sin despecho ni despeño de todos los manuscritos que han estado y que luego han sido de autores burgaleses que han publicado en todos estos años de IMC o de JCE, es lo mismo. Hasta el último día de su vida, socráticamente, ha acudido al encuentro de estos manuscritos, de estos autores, de esta literatura, que es tan suya como nuestra como de Burgos, sin anunciar su enfermedad, sin pedir nada a cambio de esta bondad. El auge de la literatura en Burgos, uno de sus reales legados plenos.

Se le recuerda, está presente enorme su figura, y el recuerdo debe ser de las instituciones también, en tanto a su figura. Pero se ha de pedir asimismo que se salvaguarde su espíritu, su forma de hacer, inteligente e imaginativa, su entusiasmo por ver desde su altura humana más allá de nuestra tiempo o su conciencia compleja, su comprensión sensible y reflexiva, vivencial, de todo aquello que se le daba, de todo aquel que se le acercaba; que no se olvide su aliento demiúrgico sobre la idealidad burgalesa para elevarla a realidad universal. Todo su acogimiento altruista que permanezca en todos nosotros, el mejor recuerdo.