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jueves, 29 de enero de 2009

¿Existen las polillas zurdas? (léase en parábola)

El mundo se hace suflé con una rapidez inusitada, tanta, que, por narices, ha de haber polillas que lo pulvericen. Mas que polillas, termitas. Rectifico, más allá de decir el mundo quizá debí aclarar que me refiero a mi mundo, y declarar de esta manera que es lo que realmente se funde.

¿Por qué no lo supuse al inicio que eran las termitas? Sólo porque nunca he tenido relación con las mismas, no las vi en las vigas de la casa rural donde me crié.

Las polillas son cosa distinta. Creo que hasta las he trasladado escondidas en una americana de lino de marca reconocida, viajando ocultas como una ladilla cualquiera, aunque tampoco nunca he tenido relación con las ladillas.

Con alguna ladilla sí, que en esta vida, como dijo un torero muy recitado cuando hay que explicar que un filósofo no vale para nada, “tiene que haber de tó”. Aunque suplicó a vuecencias modifiquen el “haber” en “a ver”, que cuadra más con el simpático matador de bestias cornúpetas (que cornudas, son otras bestias)

¿Para nada sirve un filósofo? ¡Vive Dios que ahora sirven para servir de siervos serviles! Los filósofos son entidades que se jubilan y nadie les sustituye, salvo el dinero.

¡Los filósofos, por Dios, que nunca se juntaron con el dinero, ni Marx, que sólo escribió sobre el capital pero nunca se atrevió a capitalizarlo!

Aunque no sea mío, sino de maestro Osés, viene bien aquí quejarse plúmbeamente “¡qué se puede esperar de un País (esta nuestra España) donde el SER es una cadena de radio privada y el ENTE una Televisión pública!”.

¿Qué diría Heiddeger o Sartre si pudieran decir algo? Si Heiddeger no es Heiddeger sino Heidi-de-ger y Sartre es un traje mal enfundado, que da nausea.

Pero Heidegger y Sartre nada dicen, que están muertos. Tan muertos como Rosencranz y Gildenstein y Hamlet y Shakespeare y el propio Hidalgo D. Sancho Saávedra de Quijote y Cervantes, “a dineros pagados, brazos quebrados”. ¡Ah, de la sabiduría popular!

Dicho todo lo cual, puedo renunciar y renuncio a la condición de filósofo y quisiera ser reconocido como el primer falo-safo del reino, por arrecimar la simbología de lo erecto como la de lo distinto o diferente,  y conferir a la palabra el cariz de la diferencia es lo que nos eleva. Ahora sólo nos resta buscar la diferencia y arrimar la erección.

-         Tiempo ha Sancho, para descubrirlo, tanto como el que tuvo Shakespeare para acostarse con todas las mujeres de las que se disfrazó.

-         Mirad mi señor..

Para ser un buen político (ayer y hoy)

Antiguamente, para triunfar en política o, al menos, para que el público en general te mantuviera en la fama (cárdate la lana y échate a dormir), se precisaban, como imagen, que no imaginativamente, tres particularidades en su atuendo.

En primer lugar, el sombrero, que aportaba a la imagen cotidiana de las personas dignidad. Traer a la memoria y remembrar, la imagen de Churchill o de Ortega y Gasset; o de la malograda Rosa Luxemburgo. Ese sombrero que cubría la presencia o ausencia de ideas, al menos, procuraba una sobriedad, gravedad y nobleza impostada, la hipóstasis divina.

Hoy, el sombrero se abandonó y se sustituyó por el traje de corte italiano. Ese mismo que en las películas de los setenta, portaban con chulería mafiosa los proxenetas contra los luchaba Serpico o Jim Kelly, el karateka negro, junto a Jim Brown en “Los demoledores”. Era el traje de los malos del cine.

En segundo lugar, una tripa de Buda, que transmitiese tranquilidad, el aplomo ante los problemas, y que a cualquiera le forjaba imperturbable. Todos necesitaban un político que brotase como un hombre de sosiego, con la paz de espíritu, que, desde el silencio cuasi monacal, podía afrontar con frío equilibrio, cualquier desorden caótico provocado por los políticos sin tripa de Buda, que sólo perpetraban la conmoción de su furia acalorada, la inquietud convulsa en oleadas efervescentes de incomodidad. Allí comparecía el político, a la manera de Charles Laughton en “El proceso Paradine”, antes de que nos mostrase la manera de ser malvadamente dañino en “La sombra del cazador”.

Hoy en día, al contrario, el político ha modificado su ser de panza de Buda, por una estricta tripa “bifidus”, que no sé si es asimismo un dios o un utilitario modo de mantener un política de regularidad intestinal.

En tercer lugar, al mirar a las viejas fotografías de los antiguos políticos, éstas nos los muestran con una cara de ansiedad rotunda, inquietos, un rostro de afán, a la expectativa de lograr la solución más adecuada. Ese rostro de ansiedad es propio de quien tiene hemorroides (“u almorranas”, que explicaba Jesús Guzmán, sempiterno cartero), la tercera peculiaridad de un buen político.

Hoy en día, esa cara de inquietud, de ansiedad, lo “hemorroidal”, se mantiene, aunque no tenga su finalidad en hallar el problema, sino en quitarse de encima al pelmazo del ciudadano preguntón.