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domingo, 28 de febrero de 2010

Enseñanzas en Lourdes IV

En el transcurso de este floreciente viaje iniciativo a la búsqueda de Lourdes y su esencia, mientras escribo sobre este peregrinar bajo las rutilantes estrellas ausentes en el cielo Oscense, ha comparecido a la lumbre de las palabras un personaje del que oí hablar ayer y que en tantas esquinas topé al pasear distintas ciudades.

El tal apocalíptico personaje turbador es aquel que por mor de su felicidad…¡ay!, ¡no!, perdón, aquel que por conseguir y poseer un patrimonio, manejar pasta a caudales, conducir automóviles de alta gama y de marca, alargar las rayas hasta los rayos del amanecer o coleccionar esas braguitas con puntillitas que algunas mujeres se permiten el lujo de donar, causa repulsivos males mayores a diestro y siniestro, provoca la ceguera de quién le indiquen, con el índice exacerbado, sus titiriteros, conduce por los caminos del engaño al incauto que se confía en la amistad que emana falsamente de sus abrazos pamplinescos o despeña hacia el hundimiento moral, social, político a quién sin jugar ya ha perdido.

El tal personaje, todo el mundo lo sabe, recibe el nombre de esbirro. Es un nombre que ya suena mal cuando los labios lo silabean susurrando; y con cuánta estupidez se conduce en la vida el tal.

No llego a entender cómo es posible que haya quién por un fabuloso pago de pega acabe con la vida de otro al que no conoce, ¡ni conocerá! El esbirro es incapaz de donar amistad ni de reconocerla, sólo se conduce por aumentar su patrimonio, su caja de caudales, por un automóvil más, para que no se le acaben las rayas o así ver aumentar su colección de bragas apuntilladas.

¡Qué pena ser un esbirro, más que nada, por la poca inteligencia que se demuestra!

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