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domingo, 28 de febrero de 2010

Enseñanzas en Lourdes III

Algunos confunden comprender a las personas con juzgarlas. A algunos les pides su amabilidad, su tolerancia, su buen hacer, su amor y mucha amistad, en definitiva, su fraternidad y lo confunden con dictaminar sobre tus actos, enjuiciar tus fallas, sentenciarte por tus errores. Curioso.

De repente, en cualquier foro de Internet abierto por cualquier administrador, te tachan de “maricón”, que suena tan mal como injuria, cuando deseaban utilizar “chapero”, y son esos mismos que ayer no más te abrazaban y te contaban cuitas y penas, congojas y zozobras, euforias pero desventuras.

Ahora pretenden hacerte creer que te comprenden porque, así te lo explican al detenerte en la calle, lo que escribes no se entiende (o al menos no lo entiende quien te explica que no se entiende), que lo que haces es de anormales, de personas a los que les falta un hervor, y no sé qué de cuánta retahíla más. Sólo les ofreces la pequeña joya de tu intimidad, gruesa y larga, y que la asuman como propia (aquello que Platón denominaba “symploké”) pero ellos entienden que les pides que arremetan contra tus atributos, es decir, que te juzguen.

Y vayan si juzgan, que no dan tiempo a recoger en un solo folio en blanco la totalidad de eclécticos insultos que en cascada brotan de sus bocas.

Si sólo nos dedicáramos a comprender al uno por ciento de las personas que nos lo solicitan, tendríamos tal riqueza personal, que podríamos suscribir las palabras de George Simon, “tengo tanta riqueza personal, que me importa un cojón lo que opinen de mí”. Y menos cuanto que, el que juzga sea un “menosmola”, al cual le podemos decir “tócame las bolas”.

No juzgues, ama, que es lo que limpia el alma (El Crucificado)

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